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Lecturas para Pensar: Las barreras del lenguaje. Parte II- Grecia Clásica

  

Lecturas para Pensar: Las barreras del lenguaje. Parte II- Grecia Clásica

La virtud y la areté en tiempos modernos

“Protágoras” es uno de los diálogos de juventud de Platón, en los que interviene activamente su maestro Sócrates. El tema es la naturaleza de la virtud. ¿Se corresponde con la conceptualización actual?

El diálogo

Sócrates es despertado por su amigo Hipócrates, que muy excitado, le dice que acaba de llegar a la ciudad el famoso sofista Protágoras, y le conmina a dirigirse inmediatamente a la casa en que se aloja para disfrutar de sus enseñanzas. Sócrates le previene contra la habilidad de los sofistas, que considera peligrosa para el alma, aconsejándole prudencia. Ambos acuden a la residencia donde se aloja Protágoras que se encuentra rodeado de varios filósofos y estudiantes. A partir de este momento, el diálogo transcurre entre Sócrates y Protágoras, con intervenciones puntuales de otros contertulios.

 

Texto Completo

 

Nuestra perspectiva filosófica en el momento de disponernos a «releer» el Protágoras

 

El Protágoras es una de las obras maestras de Platón. Quizá por ello pueda afirmarse que no es una obra de juventud, como frecuentemente se la considera (Willamovitz, Friedländer), fundándose en su temática, en rasgos estilísticos, &c., sino una obra de madurez, posterior a la fundación de la Academia (385), de la época del Fedón o del Banquete: tal es la opinión de Taylor. El debate sobre el lugar cronológico del Protágoras no es accidental, no es cuestión meramente erudita, porque tiene que ver con la significación que se le atribuye. Quien perciba al Protágoras como una obra, sin duda genial, desde el punto de vista literario, pero más bien «socrática», sin problemas platónicos, se inclinará a considerarla como obra de juventud, a lo sumo en la línea del Menón. Pero quien perciba en el Protágoras un esbozo muy profundo del pensamiento platónico, se inclinará a retrasar su fecha, a considerarla como una obra central de Platón y expresión de sus problemas filosóficos más característicos.

 

Pero si esto es así, parece que el Protágoras exigirá ineludiblemente, por parte del lector, un punto de vista filosófico. Sólo en una «lectura filosófica» podría el Protágoras ser comprendido. Y sin embargo son posibles diversas perspectivas filosóficas –una perspectiva aristotélica, una materialista, una idealista, otra escéptica– y esta diversidad de perspectivas (cada una de las cuales a su vez se desdobla en una abundante multiplicidad de matices) justificaría que, en el momento de disponernos a leer el Protágoras, tratásemos de fijar la perspectiva en la cual estamos situados. También podría pensarse que estas reflexiones previas son innecesarias y aún perturbadoras, que es preferible lanzarse ingenuamente a la lectura confiando en que ella y sólo ella sea la que nos permita perfilar nuestras propias coordenadas filosóficas. Así es, sin duda. Pero ahora (suponemos) no estamos meramente leyendo el Protágoras, estamos re-leyéndolo (estudiándolo) y releyéndolo en una traducción (por cierto, excelente). Lo releemos, en realidad, siempre en una traducción, puesto que no somos griegos, y aunque sigamos el texto griego, no podríamos entenderlo más que ajustándolo al lenguaje de nuestro presente (al castellano, en nuestro caso) y a sus referencias. Y es entonces cuando podemos advertir la ingenuidad de todo aquel que piense que una obra como el Protágoras se «manifiesta por sí misma» al lector de hoy. Las mismas palabras griegas cobran sentidos diferentes al ser insertadas en referencias y en coordenadas necesariamente distintas (areté, ¿tiene la misma referencia y sentido de virtud?; máthema, ¿puede traducirse por ciencia?, ¿y en qué ciencia o en qué significado de ciencia está pensando el traductor cuando lee máthema?). Bastaría confrontar las diferentes interpretaciones de diversas lecturas del Protágoras –o simplemente, los diferentes sonidos que nosotros mismos escuchamos cada vez que releemos el Diálogo platónico– para constatar, con toda seguridad, que estas diferentes interpretaciones, que no son siempre gratuitas o externas, se producen en función de los diferentes resonadores que utilicemos y que en el fondo carece de sentido querer atenerse al «sonido en sí» de Platón. No podemos penetrar en la mente de Platón y aún en el supuesto de que pudiéramos hacerlo nada definitivo habríamos logrado. Porque esa «mente» estaría, ella misma, envuelta en círculos de diverso radio, que ni siquiera tendrían por qué estarle presente; es decir, esa «mente» también estaría inmersa en mundos cuyo alcance no tendría por qué percibirse siempre del mismo modo, mundos que sin embargo podemos percibir mejor nosotros, a veinticinco siglos de distancia.

 

Pero la penetración en esos mundos por medio de la lectura o relectura de una obra como el Protágoras –aunque conste, habitualmente, como una obra filosófica, una obra clásica– ni siquiera exige alguna perspectiva filosófica determinada, y no porque exija alguna otra alternativa, sino porque no exige (paradójicamente) ninguna. Es posible disponerse a leer el Protágoras y a entender muy bien muchas cosas de él (incluso, según algunos, todo él) desde perspectivas no filosóficas, por paradójica que esta afirmación resulte para quien ha comenzado «clasificando» al Protágoras como una obra filosófica.

 

Es posible, desde luego, leer el Protágoras, por ejemplo, a la luz de categorías predominantemente gramaticales, o bien, filológicas, comparando, pongamos por caso, el relato platónico de la visión que Sócrates tuvo cuando entró en la casa de Calias (314e y sgs.) con el relato homérico de la visión del Hades, el reino de los muertos, en el Canto XXIV de la Odisea. Es el mismo Platón quien nos da pie para este método de lectura (315b) y, en todo caso, es evidente que quien ilumina los diversos pasajes del texto platónico con las luces de la Odisea, de la Iliada o de cualquier otro texto pertinente, percibe aspectos esenciales que sólo de este modo pueden ser percibidos (entendidos).

 

Pero es posible también leer el Protágoras desde perspectivas más bien psicológicas o sociológicas, por ejemplo, interpretando la visión que Sócrates (según Platón) tenía de esos mismos sofistas que oficiaban en la casa de Calias como efecto, más que de la influencia de la Odisea (que no habría por qué negar) del recelo xenófobo (incluso conservador, reaccionario) de un ateniense de vieja cepa (como lo era Platón, y también Sócrates) ante unos metecos que invadían su territorio como mercaderes de cosas casi sagradas (la enseñanza de la virtud) reservada hasta entonces a las tradiciones venerandas de la ciudad, que se transmiten «en la masa de la sangre». Quienes se escandalizaban de que Protágoras –o Hipias, o Pródico– cobrasen por enseñar cualquier género de virtudes, ¿no es porque se escandalizaban, ante todo, ante el contenido de esas virtudes mercenarias, virtudes de sicofantes –artes, técnicas, trucos, habilidades– por ellos enseñadas, y principalmente, el arte de la retórica, que puede convertir ante los jueces o ante la asamblea, por ejemplo, lo blanco en negro, y el propio arte (o virtud) de obtener importantes cantidades de dinero a cambio de las enseñanzas?. Quien lee el Protágoras a la luz de las categorías sociológicas puede ser que perciba en el recelo platónico (y socrático) ante los sofistas cosmopolitas y «desarraigados» que utilizan la casa de Calias, simplemente el resentimiento o la envidia ante los forasteros brillantes y triunfadores, incluso la resistencia ideológica de los «aristócratas conservadores» ante los «demócratas progresistas» que los nuevos tiempos (los de la hegemonía comercial de la Atenas de Pericles) han traído a la ciudad. ¿Acaso no es sabido que el dinero ha sido habitualmente el instrumento democrático por excelencia, el medio capaz de neutralizar las barreras de las castas hereditarias, dentro de las cuales ni siquiera el saber o la fortaleza física pueden comprarse? «El dinero es el disolvente más destructor del poder señorial» dicen los historiadores de la Edad Media (por ejemplo W.H.R. Curtler). El dinero que los sofistas cobraban y que sus discípulos estaban dispuestos a pagar (a veces a costa de enormes esfuerzos de sus padres) era «el más poderoso disolvente» de la aristocracia de sangre, de quienes mantenían como patrimonio exclusivo el cultivo de la areté.

 

 

Fuente: Extracto del análisis del “Protágoras” de Platón – Gustavo Bueno

 

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