Desde los orígenes de la humanidad, todas las sociedades compartieron una experiencia inobjetable: mirar el cielo y creer en su existencia. A diferencia de los distintos dioses de los distintos pueblos que han surgido a lo largo de la historia, el cielo siempre se mostró de manera constante y visible. Y, sin embargo, desde el siglo XVI sabemos que no existe: la bóveda celeste que vemos de día es simplemente una ilusión visual causada por la atmósfera.
Otro objeto universalmente visible -pero real- ha sido el Sol. Para algunos pueblos fue una divinidad. El Sol está a la vista, no exige fe ni intermediarios, no hay que rendirle culto ni temerle castigos, su comportamiento es absolutamente predecible. A él le debemos todo: su energía sostiene la vida. Si se hubiera adoptado esta “religión solar”, ¿habrían existido persecuciones religiosas, disputas entre dogmas o guerras entre grupos que incluso adoran a un mismo dios?
Si el Sol, que es visible y real, no logró fundar una creencia universal, y las religiones, por el contrario, se sostuvieron por siglos en dioses totalmente invisibles, no sorprende que una nueva autoridad -como la inteligencia artificial (IA)- comience a disputarles a aquellas el lugar que ocuparon durante siglos.
Y es que la aparición de la IA reabre una vieja cuestión: ¿cómo se relacionan la fe, la verdad y la tecnología?
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